Nicosia era un hervir de calor y de pájaros anidando entre
las ramas de los árboles, de sus copas enormes y frondosas. Me senté en un
banco al sosiego de la sombra húmeda y caldosa de ese Mediterráneo oriental
extremo. Perlada la cara, la sequé con uno de aquellos pañuelos que me quedaban
de antes de pasarme a los de papel, ¡aquellos eran otra cosa…!, el algodón de
la tela era un alivio para la piel sudorosa.
Todo despedía fuego, incluso la masa arbórea que tenía
encima condensaba aire recocido entre sus mínimas y apretadas hojas. Era una sombra de
categoría plus, y sin embargo, en
ella, la atmósfera seguía siendo sofocante. Aunque allí, al menos, no te crujía
el sol, y los trinos eran de una sonoridad especial que te trasladaban a calores más clementes, a
situaciones en que la música sublima y alivia los males…aunque, a veces, era un
trinar excesivo, chirriante, masivo, que resultaba estresante.
Por supuesto me quité el sombrero, tenía el pelo apelmazado
y era una ocasión para liberarme de él, que sólo valía para algo a la mismísima orilla del mar, porque
un poco más lejos te daba un mínimo cobijo del sol implacable. Ahora comprendo
el por qué de aquellos paraguas inmensos que llevaban las guías oficiales de
las ruinas arqueológicas, y nada me extraña los que ahora se ven por Madrid con
el cambio climático: no están locos, es que para el up barométrico no vale el
sombrerito. Van a tener que hacer grandes sombrillas portátiles los
emprendedores, ¡pero ya!.
No valía para mucho, pero había que llevarlo, por si acaso…,y
es que era una pamela preciosa, aunque
sólo fuera para hacerse las fotos y salir cool: aunque no estuvieras favorecida te daba
caché de turista vintage. Yo sólo me la ponía para posar y para las cenas al atardecer,
y amparada bajo sus alas me creía que el espectáculo cutre y artificioso del
mundo folklórico local era de total autenticidad, que yo era Jackie, y Onassis
estaba sentado a mi lado con sus ojos de besugo, tras sus cetrinas gafas.
Era azul, la pamela, de paja, entre el añil y el violeta,
con un ala grande y un cordón para que no se volase. Yo me sentía “una mujer
con sombrero, como un cuadro del viejo Chagall”- que diría Silvio Rodríguez-,
algo que en pocas ocasiones nos hemos podido sentir las “sin sombrero” de mi generación,
una de aquellas era en la playa y en las bodas de ringo rango . Coordinaba con
el Mediterráneo de Grecia y las islas del Egeo, formaba parte de aquel paisaje,
con ella me sentía integrada en él. Así
que la llevaba siempre colgada del cuello, hacia atrás, sobre la espalda. Y así
recorrí el Dodecaneso.
Al regresar, la colgué por el cordón de la esquina de un
cuadro, en la pared; se acabó por poner de un azul blanquecino, como una
fotografía pasada de luz, del puro solazo que le había dado.
Cuando al verano siguiente volví a verlo allí, donde lo
había dejado durante todo el invierno, había cambiado su color: ahora era
verde. El sombrero se había integrado en el nuevo paisaje, y había adquirido un verde atlántico, el del
aire que entraba por la ventana, gris verdoso, fresco y húmedo. Llovía.
Si sentada bajo el árbol de Chipre añoré el aire atlántico,
al ver llover recordé con añoranza el calor agobiante de su sombra, la luz
chipriota que volviese a poner mi pamela de color azul, entre el añil y el violeta.
Volver.
Volver a Kos, a Rodas, a Efeso, a Famagusta para ver la
tumba única en que se habían seguido los ritos del enterramiento de Patroclo
narrado por Homero en la Iliada, en medio del campo desolado, cerca de la
frontera turco-chipriota, una frontera en paz tras años de guerra.
Todos aquellos paisajes y aquel mar hoy están convulsos,
llenos de tragedias, de balseros en peligro de zozobra, de cadáveres y de
campos de refugiados, a los que Europa cierra las puertas. El “volver” que yo
deseo no es el de ir allí, sino el de recobrar el paisaje en paz ,en tregua, de aquel Mediterráneo Oriental.
No hay comentarios:
Publicar un comentario