21 de agosto de 2017

Una mujer con sombrero entre el Mediterráneo y el Atlántico

Nicosia era un hervir de calor y de pájaros anidando entre las ramas de los árboles, de sus copas enormes y frondosas. Me senté en un banco al sosiego de la sombra húmeda y caldosa de ese Mediterráneo oriental extremo. Perlada la cara, la sequé con uno de aquellos pañuelos que me quedaban de antes de pasarme a los de papel, ¡aquellos eran otra cosa…!, el algodón de la tela era un alivio para la piel sudorosa.
Todo despedía fuego, incluso la masa arbórea que tenía encima condensaba aire recocido entre sus mínimas  y apretadas hojas. Era una sombra de categoría plus, y sin embargo, en ella, la atmósfera seguía siendo sofocante. Aunque allí, al menos, no te crujía el sol, y los trinos eran de una sonoridad especial  que te trasladaban a calores más clementes, a situaciones en que la música sublima y alivia los males…aunque, a veces, era un trinar excesivo, chirriante, masivo, que resultaba estresante.
Por supuesto me quité el sombrero, tenía el pelo apelmazado y era una ocasión para liberarme de él, que sólo valía  para algo a la mismísima orilla del mar, porque un poco más lejos te daba un mínimo cobijo del sol implacable. Ahora comprendo el por qué de aquellos paraguas inmensos que llevaban las guías oficiales de las ruinas arqueológicas, y nada me extraña los que ahora se ven por Madrid con el cambio climático: no están locos, es que para el up barométrico  no vale el sombrerito. Van a tener que hacer grandes sombrillas portátiles los emprendedores, ¡pero ya!.
No valía para mucho, pero había que llevarlo, por si acaso…,y  es que era una pamela preciosa, aunque sólo fuera para hacerse las fotos y salir cool: aunque no estuvieras favorecida te daba caché de turista vintage. Yo sólo me la ponía para posar y para las cenas al atardecer, y amparada bajo sus alas me creía que el espectáculo cutre y artificioso del mundo folklórico local era de total autenticidad, que yo era Jackie, y Onassis estaba sentado a mi lado con sus ojos de besugo, tras sus cetrinas gafas.
Era azul, la pamela, de paja, entre el añil y el violeta, con un ala grande y un cordón para que no se volase. Yo me sentía “una mujer con sombrero, como un cuadro del viejo Chagall”- que diría Silvio Rodríguez-, algo que en pocas ocasiones nos hemos podido  sentir las “sin sombrero” de mi generación, una de aquellas era en la playa y en las bodas de ringo rango . Coordinaba con el Mediterráneo de Grecia y las islas del Egeo, formaba parte de aquel paisaje, con ella me sentía integrada en él.  Así que la llevaba siempre colgada del cuello, hacia atrás, sobre la espalda. Y así recorrí el Dodecaneso.
Al regresar, la colgué por el cordón de la esquina de un cuadro, en la pared; se acabó por poner de un azul blanquecino, como una fotografía pasada de luz, del puro solazo que le había dado.
Cuando al verano siguiente volví a verlo allí, donde lo había dejado durante todo el invierno, había cambiado su color: ahora era verde. El sombrero se había integrado en el nuevo paisaje,  y había adquirido un verde atlántico, el del aire que entraba por la ventana, gris verdoso, fresco  y húmedo. Llovía.
Si sentada bajo el árbol de Chipre añoré el aire atlántico, al ver llover recordé con añoranza el calor agobiante de su sombra, la luz chipriota que volviese a poner mi pamela de color azul, entre el añil y el violeta. Volver.
Volver a Kos, a Rodas, a Efeso, a Famagusta para ver la tumba única en que se habían seguido los ritos del enterramiento de Patroclo narrado por Homero en la Iliada, en medio del campo desolado, cerca de la frontera turco-chipriota, una frontera en paz tras años de guerra.
Todos aquellos paisajes y aquel mar hoy están convulsos, llenos de tragedias, de balseros en peligro de zozobra, de cadáveres y de campos de refugiados, a los que Europa cierra las puertas. El “volver” que yo deseo no es el de ir allí, sino el de recobrar el paisaje en paz ,en tregua, de  aquel Mediterráneo Oriental.


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